13 febrero, 2008

El viejo


Cargados de pasado esos ojos azules me miraban, entre miles de líneas eternas a las que el tiempo no había perdonado. Esos ojos, de un azul cielo, claros, hermosos, brillaban quizás sólo por el vino que atemperaba su existencia mísera y que adornaba cual dosel la estrecha tumba en la que se encontraba enterrado vivo, de la que nunca más habría de salir. Era toda una eminencia, frente clara, tupida barba blanca enmarcando su rostro, nariz solemne, manos finas, estatura media. Su cara era la de un hombre respetable, la de un tierno abuelo con amplia cultura, diría yo. Y sin embargo sus ropas eran sucias, hediondas. Un pantalón y unas alpargatas era lo único que dejaba ver la vieja gabardina que le arropaba, cogida de un contenedor cualquiera. Cada vez que se movía un fuerte tufillo a orines atizaba al vagón. Su mano sujetaba un cartón de vino blanco, envuelto en una bolsa de plástico de supermercado, del que bebía sin cesar. Su boca salía como podía de entre las barbas, que se tornaban a amarillas a su alrededor. Me inquietaba su persona, su historia, cómo habría llegado a tal estado, a cuánta gente había perdido por el camino ¿Cómo podemos aceptar ver así a un anciano y no hacer nada? Entró un joven en la parada de Velázquez y se sentó a su lado. El viejo no perdió el tiempo para pedirle algún cigarrillo, y el joven sacó tres malboros que le entregó. A la gratitud del anciano el chico exclamó que “Hoy por ti mañana por mí”. “No habrá mañana” pensé. Pero sonreí, es bueno crearse esperanzas, aunque sean absurdas memeces. Ante mi asombro aquellos dos, tan distintos en todo, comenzaron a hablar. El joven contó que era enfermero y el viejo que él no tenía cura. El joven contó que no estaba casado, aunque tenía novia. El viejo que él tuvo una mujer a la que perdió y unos hijos de los que nada sabía. El joven contó que tenía 30 primaveras, y el viejo confesó contar con 60 inviernos. Cuando el chico nació, aquel viejo tenía la misma edad que ese joven ahora. ¿Acaso su vida sería entonces igual de prometedora? Quizás sí, destrozarte no requiere mucho tiempo ni mucho esfuerzo. A lo mejor tenían en común más de lo que pensaba. Oí entre los embriagados balbuceos de aquel viejo las palabras alcohol y droga. Y sin embargo su cara, tan serena cuando me miraba con aquellos cielos de ojos no era la de un drogadicto. Sus hijos me venían a la cabeza, sus hijos, la palabra culpa, quién tendrá la culpa, malos hijos o mal padre, que tendencia maniquea la mía, siempre buscando vencedores y vencidos. Absorta en estas ideas a las que no encontraba respuesta vi como el joven se levantaba y se despedía para bajarse en Goya. Entonces el viejo me habló, a mí, pero mi torpeza me impidió entenderle. Lo repitió hasta tres veces, convencido de que lo que buscaba era hacerme la desinteresada. Hasta que a la cuarta le comprendí “No sé que va a ser de mí esta noche”. Y no pude más que dibujar en mi blanca y limpia cara una hermosa media sonrisa que no era ni de alegría, ni de complicidad, ni de ignorancia, ni de consuelo... Era una sonrisa de pena, de pena negra, de no poder ni decir nada. Esa pena que no tiene raíz que cortar porque ha estado siempre. “Eres guapa y simpática”, me replicó el viejo de los ojos azules.