24 octubre, 2005

La última bocanada

“Ahí va parte de mi infancia” pensé al verle, ya inmóvil para siempre, en su lecho mortal. ¿Cómo podía estar muerto? Le toqué. La primera vez que tocaba a un muerto. Su frente aún estaba caliente, y su piel seguía siendo suave. Esta ha sido la vez que de más cerca he observado a la muerte, cómo actúa y nos engaña, y, al final, siempre hace lo que quiere. Llevaba merodeando alrededor de él más de un año. Y el viernes, le sacó a bailar la macabra danza. Sabía que el momento llegaría, pero, en el fondo, siempre crees que no. Y la sorpresa es inevitable.

Moribundo, en su cama, veía cómo libraba una batalla contra la muerte, contra el reloj, contra su cuerpo putrefacto, en cada inhalación; su boca se abría, buscando el elixir de la vida; su cabeza se desplazaba lo más atrás posible, para facilitar la entrada hacia su pecho, que se hinchaba para recibir el bendito gas. “¿Cuántas respiraciones le quedarán? ¿diez? ¿cien? ¿quizás mil?” Pocas y contadas.

Esta mañana he visto al lado de mi cama la pequeña, pequeñísima, garrota que me regaló cuando era una mocosa y me venía perfecta a mi estatura. “Qué enana era”. La garrota es de madera, y está barnizada. Tiene escrito mi nombre en letras negras y mayúsculas. Recuerdo que él la hizo para mí.

Y le recuerdo, sí, hace un año y pico, cuando mejoró y teníamos la convicción de que había dado esquinazo a la guadaña por un largo tiempo.
Y le recuerdo, hace tan sólo unos días, ya en la cama donde acabaron sus días, pidiendo que encendieran la tele para ver un partido de España.
Y no me lo explico, cómo puede ser así, cómo hay una bocanada de aire que es la última, cómo todo se para, y se acaba, y ya no se puede remediar.